“Me enamoré poco a poco. Empecé a aprender y después me metí con alma, vida y corazón. Así pude ver los resultados de todo lo que se hace con amor”, dijo sonriendo Mónica Huerta, miembro de la Sociedad Picantera de Arequipa.
La picantería arequipeña es una expresión singular de la cultura culinaria peruana que, conjugando sus raíces andinas e hispanas, entrelaza antiguos saberes y productos de la costa, los valles, las alturas y la puna altiplánica. El producto es un plato original y propio, consumido en un espacio horizontal, democrático y sociable.
Arequipa se caracteriza por, entre tantas virtudes, el abanico interminable de platos típicos y por los lugares -especiales y únicos- donde encontrarlos. Estos sitios son las tradicionales picanterías arequipeñas, declaradas Patrimonio Cultural de la Nación por el Ministerio de Cultura el 16 de abril del 2014.
Legado e historia familiar
Las primeras picanterías surgieron, según el gastrónomo y poeta arequipeño Alonso Ruiz Rosas, cuando se comenzaron a formar en el Perú las ciudades con población hispana, allá en el siglo XlX. Inicialmente, estaban ambientadas en el comedor principal de la casa de una familia. También se podían adaptar en patios o cocinas, cuyas paredes de quincha eran decoradas con imágenes religiosas y calendarios de la época.
Es aquí de donde provienen técnicas milenarias como el uso del famoso batán. Cuenta la historia que las picanteras cedían su tan preciado objeto de trabajo a sus hijas, con la finalidad de que ellas continúen la tradición y el negocio.
Es así como se crearon majestuosos platillos que hoy hacen resaltar la gastronomía arequipeña. Picantes, zarzas, torrejas, chicharrones y chupes son algunos de los platillos que fueron concebidos entre estas cuatro paredes, y cuyas recetas y secretos han sido transmitidos discretamente entre generaciones de mujeres entusiastas del arte culinario tradicional.
Las mujeres y las picanterías
En el caso de Mónica Huerta -quien desciende de muchas generaciones de mujeres picanteras- conoció la tradición desde una corta edad. “Llevo en la gastronomía arequipeña desde niñita; pero me encargo de la picantería desde el 2004, cuando falleció mi mamá”, cuenta Huerta. La dueña de La Nueva Palomino habría pasado por un largo viaje antes de entender la vida picantera y sumergirse en ella por completo.
Inicialmente, le disgustaba la cocina mucho porque la percibía esclavizante; pero después, le agarró cariño. Mónica comenzó a darse cuenta del valor -no solamente nutritivo- de los platos, sino también de las importancia de las técnicas y la gran sabiduría que encerraba. “Me enamoré poco a poco”, exclama. “Empecé a aprender y después me metí con alma vida y corazón. Así pude ver los resultados de todo lo que se hace con amor”.
Y es que, Mónica se dio cuenta de lo importante que era la picantería cuando llegaron -a sus culinarias manos- unos testamentos del año 1895. A través de ellos, una tía abuela le dejaba la picantería a su abuela. Y en otro, de 1930, su abuela le deja la picantería a la madre de Mónica y a sus tías. “Eso me impresionó, mi mamá nunca me había contado esa historia; entonces, pensé: Creo que yo soy la que sigue”.
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Así también lo afirma la señora Ana María Hilari Casas -dueña de la picantería “El Characatito” en el pueblo tradicional Characato. Ella explica -emocionada- que las mujeres picanteras siguen manteniendo las técnicas y metodologías ancestrales. Estas le dan ese valor característico a la picantería. Ana María tiene la seguridad de que el legado de la práctica picantera no se va a perder. Porque ellas cocinan con sus hijos.
Hilari dice que los jóvenes valoran cada vez más nuestra cultura. “Antes veían el sango y pensaban que era feo. En cambio, hoy -cuando van a la picantería- piden un sango, un pepián o un vaso de chicha”.
Además, las madres picanteras son las que siguen dejando el legado y la pasión por la gastronomía arequipeña. Que -incluso- los hijos varones se animan a continuar. Luis Gallegos, de la Picantería “Los Geranios de Tiabaya”, narra que el negocio de su familia tiene más de 70 años.
“Yo ahí tengo 60 años, desde que tengo uso de razón he visto la picantería. Vi a mi mamá cocinar, yo me encargué del batán, con ello me inicié” narra Gallegos.
“Cuando yo tenía ocho años, escuchaba que otros decían ‘este chiquito, cómo muele el batán’. Escuchar eso me emocionaba y lo hacía más seguido. De paso, me ganaba mis propinas” cuenta entre risas.
Según el picantero, lo enamoró de la picantería ver el inmenso cariño que demostraron los clientes a su madre. La familiaridad entre el picantero y el comensal es mucho más cercana que en otros negocios de comida.
Y como narra Don Luis, esta tradición se transmite a cada generación. Las costumbres se mantienen.
La picantería, un negocio para valientes
“Me siento muy satisfecha y feliz de integrar la Sociedad Picantera. Estoy muy orgullosa de que con esta carrera, las manos callosas y el cuerpo descolochao (acabado) he sacado profesionales a mis wawas (hijos)”, dice con entusiasmo Marleni, de la picantería “8 tinajas”. Ella heredó la picantería de su abuela y desde los 15 años empezó a desgranar el maíz, usar el batán y encender el fogón.
Por otro lado, antiguamente se tenía la idea de que la picantera era sucia y desaseada. Idea que la señora Mónica tilda de mentira. “La picantera trabajaba y a la hora de salir se ponía sus mejores vestimentas, se pintaba la boca y salía bien bonita a trabajar”, relata.
Antes la palabra ‘picantera’ era usada de manera despectiva. Ahora es un honor.
“Quiero que sepan algo, que la mujer picantera, nuestras madres y nuestras abuelas, fueron mujeres muy valientes. Ellas siempre fueron tildadas de coquetonas, facilonas, porque la sociedad nunca les perdonó ser tan independientes. Ser dueñas de su propia vida, tener su propio negocio y cuando el esposo no les convenía lo dejaban, la sociedad nunca les perdonó eso”, explica Mónica.
“Hay que reconocer la labor de esas mujeres que hicieron tanto por las de hoy” finaliza Mónica Huerta.
La chicha de guiñapo: un legado macerado y refrescante
Tradicionalmente, los arequipeños reconocen a la chicha como parte de su cultura gastronómica. Para Luis Alberto Gallegos, la chicha de guiñapo representa toda una identidad arequipeña que está muy ligada con la labor de los agricultores. “Un agricultor, sin chicha, no trabaja. Es nuestra bebida ritual, es un elemento que no solo lo usamos para beber, sino para nuestros adobos y guisos”. Como dijo mi madre Angélica, cuando la homenajearon: “Por mis venas ya no corre sangre, sino chicha de guiñapo”.
Sin embargo, esta tradición se habría perdido con el pasar de los años en ciertas zonas. De acuerdo a José Rodriguez Quequesana, el facilismo mató a la cosa seria.
“Nosotros, en Mollebaya, cultivamos el maíz blanco y hacemos la chicha de ese grano. Es una chicha de historia, de trascendencia social, tiene mucho significado turístico. Aquí, cerca de la plaza, había 50 picanterías, todos se sentaban en la mesa sin distinción alguna, todos compartían la chicha”, recuerda Rodríguez Quequesana.
Por otro parte, algunas picanteras recuerdan antes de tener picanterías, atendían chicherías. “Antes eran chicherías, se vendía solo chicha y la cortesía era el platito de picante para quienes iban a tomarla ahí o para llevar; también en días de fiestas o feriados habían más personas, pero [la chicha] no era tan valorada como ahora”, explica Ledy Guillén Pinto, picantera characata.
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